Destensar el arco
“¿Qué opinas sobre las chicas que tienen sexo en la primera cita?” fue una de las preguntas formuladas a los finalistas de una competencia para posar en un calendario para mujeres. Flavio, participante argentino de unos 27 años, respondió que tal actitud le impediría “tomar en serio” a la chica en cuestión: “¿qué sé yo dónde habrá pasado la noche anterior?”. Previo a la eliminatoria, la cámara levantó opiniones entre mujeres de Buenos Aires, Caracas y Distrito Federal, las cuales versaban sobre lo mismo: “¿Sexo en la primera cita? Go for it!”. Por algún motivo, el aspirante de ojos azules, hoyuelos en las mejillas, dentadura perfecta y cuerpo soberano, no pasó a la siguiente ronda.
Y es que, aun en un tiempo en que se aplaude a personajes femeninos que eligen, viven y disfrutan libremente de su sexualidad -- Ally McBeal, Elaine Benes y Samantha Jones, por mencionar algunos–, por otra parte persiste una cierta ambivalencia hacia tener relaciones sexuales con alguien que se acaba de conocer. ¿Pudor? ¿Precaución? ¿Inseguridad emocional? ¿Revancha?
Cualquiera que sea la causa, me parece que la sensación no es algo nuevo. En la segunda guerra mundial, durante el tiempo en que soldados estadunidenses estuvieron emplazados en Inglaterra, los uniformados y las mujeres inglesas se acusaban mutuamente de falta de delicadeza, y todo porque las etapas del cortejo –intercambiar miradas, acercarse, conversar, hacer el amor-- si bien eran parecidas, no suponían el mismo orden.
Si nos vamos más atrás, un manuscrito que data del siglo XVII y que reproduce las cartas de Madame Ninon de L’Enclos al Marqués de Sévigné, explica el titubeo así:
“¿Creéis que no deseo en el fondo tanto como vos gozar de los encantos del amor? Pero cuanto más arrebatadora es la imagen que se forma en mi imaginación, más temo que sea una bella quimera, y si rehúso entregarme a ella es sólo por temor a ver terminarse demasiado pronto mi felicidad.”
La escritora Nancy Friday atribuye el malestar que genera la disyuntiva de tener o no relaciones sexuales en una primera cita a la incapacidad de diferenciar entre el sexo y el amor, mucho más común entre mujeres que entre hombres. De ahí que proponga a las chicas explorar por sí mismas “los laberintos de su genitalia” antes de enamorarse y padecer la esclavitud post-sexo en espera de la llamada del día después. O cuando menos del mensajito, diríamos hoy.
¿Se puede tener sexo de manera aislada? Hace poco llegó a mi buzón un libro que había estado agotado durante la segunda mitad del año pasado: Amor líquido, del sociólogo Zigmunt Bauman. En él, el autor afirma que el sexo ha sido percibido como algo “inseguro” mucho antes del descubrimiento del SIDA y que los encuentros sexuales siempre han generado ambigüedad: el primer paso hacia una relación o la coronación de la misma; una etapa dentro de una sucesión significativa o un episodio único:
“Ningún episodio está a salvo de sus consecuencias”, concluye Bauman. “La incertidumbre jamás se disipará completa e irrevocablemente”.
Sea que el encuentro se acelere o se posponga, que sea intempestivo o calculado, una cosa es cierta: lo que está en la mira es la vivencia de la sexualidad. A menudo se nos sugiere tensar el arco, cuando es que esta “tensión” puede variar de un mes a la tercera cita a cinco sesiones de calentamiento... Hay que ver la marea de prejuicios y desconocimiento que se derivan de ese afán por cultivar el arte de la paciencia de manera previa y no posterior al acto sexual. Definitivamente, nos perdemos de un buen trecho al reducir la experiencia sexual al dilema de punto de llegada versus punto de partida.
Hay mucho más detrás de un “zambullirse en la cama” a la menor provocación: enamoramiento, deseo, simples ganas, pero también una manera de encontrarle un cauce a los silencios, a los nervios, a la euforia, a la serie de emociones que comienzan a estallar. ¿Dónde ponerlas, cómo contenerlas? Tan fácil: que los cuerpos se hagan cargo, que cada quien libere su bestia para al final darse cuenta de que no hay vencedor, de que ni siquiera hubo combate, y que, a pesar de que los cuerpos parecen plenos y satisfechos, el ímpetu continúa.
Si lo analizamos detenidamente, y a menos que uno sea jurado de una carrera de resistencias, no hay ninguna razón por la que tener sexo en la cuarta salida sea “mejor” o más seguro que tenerlo en la primera. Al final, es tan humano soltar las amarras como tensarlas.
Texto publicado por Rose Mary Espinosa en la columna Lipstick en el espejo, Revista GQ México, abril de 2007.